
La prohibición de envejecer que recae sobre la mujer
abril 1, 2025Desde que nacemos, a las mujeres se nos enseña, de forma directa e indirecta, que hay una sola manera correcta de ser: ser “femeninas”.
Y esa palabra, tan aparentemente inocente, ha sido moldeada por generaciones de mandatos, expectativas sociales y estereotipos de género que nos limitan, y que a veces son tan sutiles que pasan desapercibidos, a veces tan normalizados que no nos damos cuenta de cuánto nos condicionan.
Lo cierto es que, desde muy pequeñas, aprendemos que no somos libres de habitar el mundo como queremos, sino como se espera que lo hagamos.
La infancia: el comienzo de la jaula invisible
Todo empieza con frases que parecen inofensivas: “No te sientes así, que eres una niña”, “las niñas no gritan”, “las niñas juegan con muñecas, no con autitos”, “ese juego es muy brusco para ti”.
Desde ahí comenzamos a internalizar que ser mujer implica contenernos, encajar, agradar, que hay conductas “propias de niñas” que debemos respetar, y otras —más asociadas al poder, al movimiento, a la libertad— que no nos corresponden.
El juego, que debería ser una fuente de exploración libre, se convierte en un terreno lleno de reglas no dichas. Si una niña quiere ensuciarse, treparse a los árboles o jugar con herramientas, será corregida. Si llora, se le aplaudirá por su sensibilidad. Si se enoja, se le pedirá que sea más amable.
Así, poco a poco, se va forjando un molde invisible del que es difícil escapar.
Adolescencia: cuando el cuerpo y la imagen se vuelven el centro
A medida que crecemos, el foco cambia: ahora lo importante no es solo cómo nos comportamos, sino cómo nos vemos.
Nos enseñan que nuestro cuerpo debe ser cuidado, moldeado, exhibido de cierta manera… pero también cubierto y contenido. Nos repiten mensajes contradictorios: “Sé atractiva, pero no provocadora”, “sé segura, pero no arrogante”, “sé deseada, pero no deseante”.
La presión por cumplir con ciertos estándares de belleza se convierte en una carga constante. El cabello, la piel, la ropa, el cuerpo, todo debe responder a una idea de “feminidad” que suele ser ajena y artificial. Y si no lo hacemos, el castigo aparece en forma de burlas, exclusión o juicios sociales.
«El mensaje es claro: valemos más si gustamos, si encajamos, si no incomodamos».
Adultez temprana: el mandato de ser “la buena mujer”
Cuando llegamos a la adultez, el guion ya está escrito: se espera que busquemos una pareja, que nos casemos, que tengamos hijos. Si decidimos no hacerlo, si priorizamos nuestros estudios, nuestros proyectos o nuestra autonomía, se nos tilda de “egoístas”, “frías” o “incompletas”.
El amor romántico se presenta como el destino inevitable y deseado de toda mujer. Pero incluso cuando lo alcanzamos, seguimos siendo medida por un ideal imposible: ser madres dedicadas, esposas presentes, hijas responsables, trabajadoras eficientes… y, además, mantener una apariencia impecable.
Porque ahí aparece otro estereotipo violento: el de la mujer que nunca puede descuidarse. Si sube de peso, si no se maquilla, si envejece, corre el riesgo de “perder valor”. De que “el marido se busque otra”.
Como si nuestro cuerpo fuese una moneda de cambio, como si nuestra valía estuviera atada a la mirada ajena.
Adultez: la culpa como compañera constante
Ya adultas, muchas mujeres se encuentran atrapadas entre sus deseos y los mandatos. Quieren crecer profesionalmente, pero sienten culpa por no estar más en casa. Quieren tener tiempo para ellas, pero les enseñaron que primero están los demás.
Y si eligen priorizarse, aparece el juicio: “¿Quién cuida a tus hijos?”, “¿No crees que trabajas demasiado?”, “¿Cómo vas a irte sola de viaje?”, “¿No te parece que deberías arreglarte un poco más?”.
Así, la libertad de decidir sobre nuestras vidas, cuerpos y emociones queda condicionada. No porque no podamos hacerlo, sino porque cada decisión que se aleja del mandato trae consigo críticas, culpa, miedo al rechazo.
¿Y entonces? ¿Cómo recuperamos la libertad de ser?
Romper con los estereotipos no es fácil. Requiere cuestionar creencias muy arraigadas, animarse a incomodar, decir que no, elegir caminos que tal vez no sean entendidos por todos.
Pero también es el primer paso hacia una vida más auténtica, más liviana, más nuestra.
«Implica recuperar la conexión con lo que verdaderamente queremos. Con cómo deseamos vestirnos, hablar, vincularnos. Con cómo queremos envejecer, amar, trabajar, criar (o no criar), ocupar espacio».
Implica también sanar esa herida colectiva que compartimos las mujeres: la de haber tenido que reprimirnos para ser aceptadas.
Y eso no se logra solo desde el pensamiento. Necesitamos espacios seguros donde poder expresarnos sin juicio. Donde podamos vernos reflejadas en otras mujeres. Donde podamos volver a preguntarnos, con libertad: “¿Qué quiero yo, más allá de lo que se espera de mí?”.
Un espacio para reconstruirte
Como psicóloga, acompaño a mujeres que quieren desarmar estos moldes, que quieren entender cómo los estereotipos han impactado su forma de vincularse, de verse, de vivir. Mujeres que están listas para dejar de agradar y empezar a habitarse con más autenticidad.
Si siente que estos mandatos te pesan, que hay una parte de ti que necesita ser escuchada, te invito a comenzar un proceso de terapia.
Agenda una cita, hablemos.
Porque sí, podemos ser libres. Pero primero, necesitamos darnos permiso.
Con amor,
Claudia Girón
@psclaugiron