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Desde pequeños, construimos una imagen de quienes nos rodean basada en la admiración, el cariño y la dependencia. Idealizamos a nuestros padres, hermanos y cuidadores porque, para sobrevivir emocionalmente, necesitamos creer que estamos en manos de personas perfectas, infalibles.
Esta idealización no es un error, sino un mecanismo natural que nos permite sentirnos seguros. Sin embargo, a medida que crecemos, este pedestal emocional puede volverse una trampa.
«La necesidad de proteger esa imagen idealizada puede impedirnos ver las heridas que se gestaron en esos mismos vínculos».
En nombre del amor o del respeto, muchas veces justificamos comportamientos, silencios o patrones que, aunque nos lastimaron, preferimos no reconocer. Nos decimos que todo estuvo bien, que hicieron lo mejor que pudieron, y en ese intento de comprensión, a menudo ignoramos el impacto real de esas experiencias en nuestra forma de ser, de amar y de vivir.
Aceptar que nuestras heridas nacen en el seno de quienes más amamos no es un acto de traición, sino un paso hacia nuestra liberación. No se trata de culpar ni de juzgar, sino de mirar con honestidad.
- ¿Qué tan presentes estuvieron emocionalmente?
- ¿Qué palabras o actitudes nos enseñaron a ser quienes somos hoy?
- ¿Cuáles de esas lecciones nos han fortalecido y cuáles nos han limitado?
La idealización puede ser una barrera que nos impide cuestionar, y el cuestionamiento es necesario para sanar.
Al mantener intacta la imagen de una familia perfecta, podemos terminar perpetuando patrones que nos dañan, repitiendo dinámicas que un día prometimos evitar. Tal vez nos cuesta reconocer el abandono emocional porque aprendimos a justificarlo con frases como «ellos estaban ocupados trabajando por nuestro bien» . O tal vez minimizamos la falta de apoyo porque nos convencimos de que «así eran las cosas en esa época» .
Reconocer nuestras heridas familiares no significa despojar de valor los aspectos positivos de nuestra crianza. No se trata de invalidar el amor recibido ni los esfuerzos hechos, sino de mirar el cuadro completo. Es permitirnos sentir las contradicciones de haber crecido en un entorno que nos formó y, al mismo tiempo, nos dejó cicatrices. |
Aceptar estas heridas implica también un ejercicio profundo de autocompasión. No somos culpables por haber idealizado, ni por haber adoptado patrones emocionales que ahora queremos dejar atrás. Entender nuestra historia con sus claroscuros nos permite tomar decisiones más conscientes sobre cómo queremos relacionarnos con el mundo y con nosotros mismos.
«Mirar a nuestra familia de origen con ojos más reales no es un acto de desamor; es, de hecho, un acto de amor más grande».
Es reconocer que, aunque nuestras raíces son imperfectas, tenemos el poder de crecer más allá de ellas. Es darnos permiso para sanar y romper el ciclo de idealización, para ver a nuestros padres y familiares como personas, con sus luces y sombras, y a nosotros mismos como seres con el derecho de construir una vida diferente, más libre y auténtica.
En este proceso, podemos aprender a soltar la necesidad de proteger la imagen de una familia perfecta y a abrazar la verdad de que nuestras heridas no nos definen, pero sí nos ofrecen una oportunidad invaluable para transformarnos.
La sanación comienza cuando dejamos de idealizar y nos permitimos ver, aceptar y sentir. Solo entonces, podemos construir relaciones más genuinas, tanto con nuestra familia como con nosotros mismos.
Y tú, ¿ves a tu familia con los ojos de la verdad?
Si no estás segura, podemos responder esa pregunta juntas. No dudes en contactarme.
Con amor,
Claudia Girón
+1 (305) 778-6142